El Miguel Hernández que no cesa
Los apuntes de literatura de aquel ilusionado muchacho de 16
años en el instituto están aún guardados en el bloc de color azul dentro del
escritorio donde solía estudiar. Es la poesía de Miguel Hernández (1910-1942)
leída y releída en el caso de El silbo vulnerado, desentrañada en los que abren
este post hasta el último fonema cual cadáver en la sala de la morgue; pero
¡no! la poesía del escritor de Orihuela está viva aún encima de efemérides,
partidismos y polémicas, y sirve para acompañar cuando se quiere subir a esas
cumbres más hermosas de las que hablaba e poeta cuando se refería a la lírica.
Sobre El rayo que no cesa estoy de acuerdo en que es
"un libro lleno de retórica ante el cual no obstante, el poeta no humilla
su inspiración ni su arrebato sino que se aprovecha de sus recursos técnicos
para mejor expresar, servir y verter la pasión y la dolorosa voz que lo
circunda. Con esta obra el mundo poético de Miguel Hernández se puebla de
broncos acentos, de resplandores trágicos", dijo en su día Concha Zardoya.
Por mi parte, reconozco que Hernández pasó como una estrella fugaz que con su
luz alumbró a una de las etapas más brillantes de la poesía española,
dramáticamente apagada por la cruel guerra civil de 1936-1939.
En relación con el sangriento enfrentamiento que durante
tres años produjo muertos, destrucción y caos, hay que destacar que Hernández
fue uno de los poeta militantes que participó en la defensa de la República
desde su militancia izquierdista, pero en los versos de El rayo que no cesa
están presente más que nada sonetos de temática amorosa dedicados a la que iba
a ser su esposa Josefina Manresa sin que falten la pena, la muerte, la
angustia, la soledad, entre otros, aunque la unidad métrica de la obra se rompe
en tres ocasiones, sobre todo con la elegía a la muerte de su amigo Ramón Sijé
que comienza con los inolvidables versos:
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Sin duda, El rayo que no cesa sirvió a Hernández para
continuar su evolución lírica que iba a estar marcada por la guerra, la
esperanza, la derrota, la cárcel, la solidaridad, asuntos que convirtieron al
poeta de Orihuela en uno de los más leídos de su época, porque como decía:
"Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplados a través
de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más
hermosas", a pesar de que Hernández intuyera desde muy joven su trágico
destino.
El dramaturgo Antonio Buero Vallejo (1916-2000) que realizó
uno de los retratos más conocidos de Miguel Hernández, hecho en la galería de
condenados a muerte en la cárcel madrileña de Conde de Toreno, publicó en 1992
el artículo titulado Mis recuerdos de Miguel Hernández. En él se mencionan los
encuentros entre Buero y Hernández durante un tiempo convulso y en condiciones
dramáticas: "Coincidí con él tres veces. La primera fue en 1938, en
Benicasim, donde yo estaba trabajando y él había ido a convalecer de un gran
agotamiento; comíamos en la misma mesa, pero yo estaba tan sobre mi trabajo y
él tan en sus ocios que apenas cambiábamos unas pocas palabras.
Recordando la etapa de Conde de Toreno en Madrid advertí que
Miguel era un hombre a caballo entre la alegría y el dolor, entre la luz y la
sombra. De tal manera esto es literal, que hay poemas suyos en los que las
palabras alegría, luz, sombra, se reiteran constantemente. ¿Por qué? Porque
Miguel ya era un gran poeta trágico".
Buero menciona en sus recuerdos como Miguel derrochada
sensibilidad en determinada situaciones. "En esta relación carcelaria, su
humanidad excepcional no sólo se mostraba en esa faceta jocosa y divertida,
sino también su permanente generosidad: si algún compañero le pedía algo, él,
si podía se lo daba; y daba lo que mejor podía regalar: poesía.
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