miércoles, 29 de junio de 2011

La vida difícil de Andrés Carranque Ríos

Andrés Carranque Ríos (1902-1936) pertenece cronológicamente a la generación de escritores realistas previa a la guerra civil española, aunque en el caso de este madrileño del Rastro la muerte prematura por enfermedad truncó las posibilidades de evolución de su narrativa compuesta por tres novelas, entre ellas la que aquí se reseña y sirve para recordar a un hombre olvidado. La vida difícil representa la segunda novela de un escritor autodidacta más interesado en el fondo que en la forma. Su objetivo era una novela social, de denuncia, en la que cuenta la vida cotidiana, muchas veces la propia experiencia de Carranque Ríos, quien en su estilo neorrealista utiliza técnicas cinematográficas, quizás influenciado por su experiencia como actor.

Ambientada en los últimos días la dictadura de Primo de Rivera y comienzos de la II República, La vida difícil ahonda en dos mundos separados, la pobreza y la burguesía, ambos frustrantes e integrados en el clima de deshumanización de los años 30 del siglo pasado. Su personaje, como es habitual en el escritor madrileño, tendrá un final dramático, pero es mejor leer el libro y sumergirse en un mundo no tan lejano y con algunas coincidencias con el actual.

Contemporáneo de las vanguardias que animaban la literatura europea y de la generación del 27, Andrés Carranque conoció la pobreza de una familia de 14 hermanos en la que era el primogénito, por lo que desde muy joven anduvo en diferentes oficios y en la militancia anarquista que le costó ir a la cárcel. Entre sus profesiones se pueden citar las ebanista, marino, estibador de muelles, actor de cine, modelo para estudiantes de Bellas Artes y periodista. En medio de todo, también vividor de la bohemia si de ella se podía sacar algo y por fin en sus últimos años novelista al que presentó Baroja.

Esta edición de La vida difícil pertenece a la colección La novela social española, de Ediciones Turner, editada en los años 70, y en la que aparecen otros nombres básicos de esa narrativa:Ciges Aparicio, Felipe Trigo, César M. Arconada, José López Pacheco, José Ramón Arana, autores todos ellos de la denominada novela social española, olvidada casi siempre de los manuales de literatura y por los lectores actuales. No obstante, en las librerías de saldo suelen encontrarse a veces títulos de los citados en viejas ediciones.

Con ocasión de la puesta a la venta de la obra completa de Andrés Carranque Ríos, en Ediciones del imán, escribí un artículo con un despiece, bajo el título Encuentro fructífero, que decía:


lHace años mientras escuchaba de la radio el inconfundible toque de guitarra de un veinteañero llamado Carlos Santana, aproveché la ocasión para echarle la mano a un libro de la nutrida biblioteca de mi tío Albino. La elección no pudo ser más acertada, era el tomo IX de las mejores novelas contemporáneas, de Planeta y seleccionadas por Joaquín de Entrambasaguas. La impaciencia de adolescente y el ritmo impuesto por Santana me hicieron pasar rápidamente las páginas, quizá con la intención de ver por encima los títulos, fotografías y fechas de nacimiento y muerte de los autores allí recogidos. Pero impaciencia y música no fueron suficientes para que me olvidara de la fotografía de un joven de aspecto atildado y facciones agradables. Era Andrés Carranque Ríos, de quien se ofrecía la novela Cinematógrafo, ambientada en la época en que Madrid quería parecerse a Hollywood.

La curiosidad sirvió para dejar que la música siguiese de fondo. De un tirón leí la biografía escrita por Entrambasaguas, y luego la novela. Tiempo después descubrí La vida difícil, y nada más. Sin embargo, ya metido en los ochenta de la movida madrileña, en el Rastro donde nació Carranque, encontré en un puesto de venta y tirado en el suelo, con sus colores rojo, verde y dorado intactos, el tomo famoso a un precio de saldo. No dudé en comprarlo. 


Desde entonces guardo el libro como un valioso pecio rescatado del fondo de un mar lleno de tesoros, porque es una obra vigente. Madrid continúa sin ser Hollywood 80 años después, y los suicidas siguen tirándose del Viaducto de la capital.

martes, 28 de junio de 2011

Paul Simon, un poeta estadounidense de 70 años
 
Paul Simon (Newark-New Jersey, 1941) es conocido, a nivel internacional, por ser la mitad del famoso dúo con Art Garfunkel, donde ya demostró con creces su capacidad a la hora de componer canciones, tanto es así que la crítica ha reconocido en el cantautor estadounidense que la música de Simon tiene el mensaje y la conciencia social del movimiento popular folk. El mensaje consiste en un existencialismo popularizado, una sensación de soledad, aislamiento e incapacidad de comunicación causada por el mundo de rápidos cambios del siglo XX. 

La buena mano para escribir le viene de muy atrás a Paul, pues cuando decidió entrar en la Universidad lo hizo por la puerta del Queens College de Nueva York para estudiar Lengua y Literatura Inglesa. A partir de ahí comienza a forjarse la carrera de cantor de Simon, quien ya había conocido el ambiente musical de finales de los cincuenta con su compañero Art cuando practicaban el rock and roll adolescente característico de los jóvenes blancos. 

Bien, no sigo con historias y me centro en el libro editado por la colección Espiral de Fundamentos, que recoge una selecta antología de las mejores canciones de Simon, tanto de sus etapas en solitario como con Garfunkel. Pertenecen a varios elepés que comienzan cronológicamente en 1972 con The Paul Simon Song Book, en el que se incluyen como solista canciones que había popularizado a dúo con su compañero Art, entre otras The sounds of silence, I am rock o Flowers never bend with tne rainfall. La recopilación se cierra con Graceland, de la cosecha de 1986, lo cual puede resultar frugal hablando en términos alimentarios, pero no es así porque, a pesar de que Paul sigue en activo y así sea por mucho tiempo, se puede decir que las canciones recogidas en el libro dan buena cuenta del trabajo del inspirado cantautor, quien se zambulle por los más variados estilos, entre otros, rock, country, folk, blues, jazz, reggae, música africana...

Como no podía ser mejor recurro a una de las canciones para cerrar este comentario, pieza de las incluidas en el libro, Patterns


domingo, 26 de junio de 2011


La sonrisa clara


Cuando era niño viajaba en viejos vagones de tren hacia Levante en compañía de mis padres, mi hermano y, siempre, un tebeo que me distraía más que el paisaje de marrones quemados que anunciaban el estío en su agobiante apogeo cargado de luz semejante a la que desprendían los cuadros de Sorolla que tanto admiraría en el futuro. No es el comienzo de una novela cursi, ni un recuerdo melancólico de un tiempo pasado al estilo proustsiano, es el homenaje a un dibujante que captó mi atención en un viaje allá por el año 1962. En el largo y cansino trayecto, entonces aún funcionaban las máquinas a vapor, me tocó como compañía, además de familiares, y personas de lo más variopinto, un par de ejemplares de TBO, para mí algo nuevo que me apartaba de mis preferidos: Capitán Trueno y demás héroes de la historieta española.

Desde el primer momento se produjo el flechazo, firmaba como Coll. En sus viñetas, lo simple y claro atraían a su mundo a un niño curioso que además sonreía cuando el sol apretaba en aquellos cubiles henchidos, llamados vagones, y a tope de gentes y algún animal doméstico escondido en cesta de mimbre. Sólo despegaba la vista de los leídos y releídos ejemplares de TBO cuando llegaba a la estación de una gran ciudad, donde el tren descansaba minutos y más minutos, lo cual quería decir que entonces podía observar detenidamente todo el mundo que en torno al lugar de parada de los trenes se desarrollaba en paralelo al de una urbe. Todas las edades, niños, adultos, ancianos, hombres, mujeres, monjas con sus vestidos medievales, soldados de anticuados uniformes, policías armados, personas del campo llevando grandes bultos...


Bueno, que de aquel viaje, aunque pesado, saqué bastante partido, pues me afilié para siempre al estilo de Coll, además de hacerme un poco más mayor viendo a la gente y sus movimientos. Ah! cuando llegué al destino, un par de días después de tan prometedor encuentro visual, una vecina de mi familia me observó como leía con mucho interés. Horas después me regaló un montón de ejemplares de TBO que su hijo, ya más interesado en la novia, tenía apilados en el trastero.

Dos años después de la iniciación de aquel niño en TBO, Coll dejaba de publicar en la veterana revista para volver a la construcción como paleta, palabra con la que el mismo definía su profesión para ganarse la vida en tiempos de carencias. Regresó en los ochenta, incluso la nueva revista CAIRO le dio cancha, pero el dibujante decidió quitarse de en medio para sorpresa de familiares, amigos y admiradores. Uno infiel compulsivo en el campo de la historieta, sin embargo, a pesar de buscar lozanía en otros terrenos: Pulgarcito y Tiovivio, siempre regresa a la experiencia de TBO cuando le apetece una sonrisa sin más que me facilitan los dibujos de mi para siempre admirado y admirable Coll.








jueves, 23 de junio de 2011

Banda de xitanos


Anos atrás argallei o relato dun feito da miña vida que quedou escrito nas follas arrincadas dun caderno escolar. A historia conteina nunha daquelas reunións ao carón do lume nas xa frías noites de outubro das terras luguesas do Sil, na casa da miña avoa, onde o río aumenta o seu caudal polo embalse de Sequeiros para logo seguir na busca do Miño cara a fronteiriza Ribeira Sacra.

Como caseque tódolos días, despois da cena, era un bo momento para comer as primeiras castañas asadas, acompañadas de viño novo, e de paso escoitar os contos  dos maiores que estiveron en guerras lonxanas no tempo. A mais próxima rematara no ano 1939, aínda que foi a máis sanguenta, como dicía un veterán que recordaba o dramatismo de atopar o saír das trincheiras os corpos desfeitos de moitos rapaces recrutados para loitar na maioría dos casos por unhas ideas que descoñecían.

Eu estaba farto de tanta leria pola guerra do demo que dividía as xentes dos pobos. Así que tentei cambiar o rumbo da tertulia e buscar historias como as que escoitaba de neno e me causaban arrepío.

-Pois a min pasoume unha cousa moi curiosa, dixen. Foi no ano oitenta, cando exercía de axudante de redacción nun xornal madrileño. Como tódolos días, a xornada presentábase noxenta pois non atopaba nada interesante, así que fun o pazo dos deportes, na zona de Goya, onde había unha reunión de grupos da movida que tentaban tocar e cantar o mellor que podían. Como outras veces na redacción do xornal deron a hora da convocatoria equivocada, así que cando cheguei o polideportivo, os “pipas” estaban retirando o material do escenario. Os artistas xa fuxiran, así que como puiden coa axuda dun promotor que quedara o remate do evento montei a crónica e díxenlle o fotógrafo que lle pedira o material para acompañar a información a algún colega dos xornais da competencia.

Cando rematei a conversa como meu salvador na barra do bar do palacio dos deportes, despois de tomar en vasos de plástico unha quente cervexa, pedinlle o número de teléfono porque o ía a utilizar en situacións parecidas. Despedinme co habitual, cando necesites algo chámame. Enfilei hacia a porta de saída, pero intuía que algo estaba a pasar no escenario. Entrei por un dos accesos a pista do pavillón. ¡E que me leve o demo si non había alí centos de persoas de tódalas pelases!  Hasta puiden ver unha bandeira dos Estados Unidos co símbolo do fai o amor e non a guerra.

Un que non era de cebola e ademais un tanto papahostias, apuntabase a tódalas troulas que podía, así que fun cara a xente que esperaba o comezo do concerto. O tipo que saíu o escenario dixo algo así como ladies e non sei  que ... Jimi Hendrix.
¡Carallo! estarán de broma, si morreu facía dez anos, exclamei confuso. Estes da movida seguro que queren chamar a atención cunha xogada imprevisible para saír na foto como sexa, razoei.

De verdade que era un tipo igualiño ó Jimi Hendrix que coñecía polas fotografías dos discos que tiña do guitarrista zurdo. E levaba a mesma xente, coa mesma roupa e instrumentos musicais, como está no disco Band of gypsys. A actuación comezo con Who knows.
 ¡Me cago na tos, isto non pode ser! seguro que os que están aquí son zombies como os das serie Marvel, dicía mentres no paraba de abrir os ollos.

Acolloneime de verdade, porque apareceu ela, a moza loira que amei un verao dos setenta preto das augas do Mediterráneo. Pero si morrera dunha sobredose dous anos atrás cando se emputeceu por culpa dun ladran yonqui que aínda  percorría a súa cidade pedindo esmola para domar o mono do cabalo. Aivle díxome o moito que me quixo cando aínda levaba na carpeta de colexiala pegadas fotos de James Dean e versos escritos por ela. Recordou o ben que o pasamos nas quentes noites do Levante, pero tamén falou da tristura por non poderse despedirse de min cando chegaba o fin do verán que se anunciaba nas matugueiras secas dun abandonado solar do barrio vello da cidade donde vivía. Eu quedei coa boca aberta sen saber que dicir, como cando a vin por primeira vez con aqueles verdes ollos. Ela perdeuse entre a xente mentres soaba a guitarra de Hendrix, así que concentreime na música, que ía por Machine gun, e dixen isto non é mais que un sono. Funme a un recuncho e tamén vin pasar a basca da city, aqueles cos que compartín nenez e mocidade, unha rapazada guapa, alegre, ruidosa e maqueada a súa maneira. Saltaban algúns co porro colgado dos beizos e outros facíano con ollos brillantes de darlle a perica, pero non paraban de moverse polo recinto ateigado de xente como si levaran un foguete metido no cu.

Pechei os ollos. Na mara estaban todos. Miúda gavilla, de seguro que rematarían a festa escoitando jazz no pub da rúa Hortas, donde darían boa conta da cervexa. Quedeime durmido, pero sentindo os máxicos sons de Jimi e Cia. Cando espertei, todo estaba baleiro, así que corrín hacia as portas de saída. O pazo estaba pechado. Berrei canto puiden ata que apareceu un par de gardas de seguridade que con cara de poucos amigos, e chulería de gorilas dominantes, pedíronme que me identificara. Despois de que viran o carné de xornalista tranquilizaronse. Saín, dicindo: mi madriña onde me metín.

Xa era tarde e a crónica quedou para outro día. O que saíu no xornal non era o que eu vin. Meses despois atopeime cun paisano dun pobo veciño o meu que estaba en Madrid de paso a Nueva York donde traballaba no porto. Luciano contoume que aínda gardaba a vella guitarra eléctrica comprada no 65, a mesma de cando eu un neno bullangueiro lle pedía que me tocará algún rock instrumental que tanto me agarimaba. Falamos longo dos nosos músicos preferidos, moitos dos cales viu en directo desde finais dos sesenta ata o remate da década seguinte, pois apuntabase a tódolos los concertos. Mentres o corpo aguante, seguirei co vicio da música en directo, engadía un Luciano de longa cabeleira recollida en cola de color mais gris que negra.

A primeiras actuacións que vira meu amigo foron as de Country Joe and the Fish, Ten Years After e Procol Harum, no Fillmore East, recen chegado a city en setembro do 68, dixo, pero a que mais lle impresionou  foi a de Jimi Hendrix no derradeiro día de 1969 no mesmo escenario, si a do disco Band of gypsys. Recordaba como ían vestidos os músicos e o repertorio que tocaron. Eu calei, pero dixen para min: non fai falla que mo contes, eu estiven nese concerto, pero 10 anos despois.
-Inventalas gordas, dixeron do relato os meus compañeiros de reunión.-Teñen menos sentido que as trolas que nos as veces contamos da guerra cando estamos un pouco peneques. -Si non fora porque coñecemos que eres un xuntaletras, diríamos que estás tolo, rematou un dos contertulios no intre de levar a boca un vaso cargado de escuro viño, mentres na lareira ardían un tronco de sobreira e garabullos de pino.

viernes, 10 de junio de 2011


Happines is a war gun, number two


"When I hold you in my arms/d feel my finger on you trigger/I know no one can do me no harm because happiness is a war gun". Iba cantando para mis adentros en el 140 que me transportaba al lugar donde tenía pensando llevar a cabo mi particular caza humana. La gente ni se fijaba en la larga funda de lona donde iba mi querido Winchester magnum. Los viajeros estaban a su bola, pensando seguramente en la mierda de sus trabajos mal pagados, pero yo estaba contento de la labor que iba a hacer.

El bus llegó a la parada donde tantas veces había esperado o bajado. Esta vez tocó lo segundo. Me fijé bien de que en el recinto del edificio no estuviese el vigilante de turno. Esperé media hora, eran sobre las seis y media de la tarde. Turismos y furgonetas entraban y salían de vez en cuando, en ellos iban caras conocidas por mí que ya no me decían nada.

La entrada fue de película. El vigilante estaba solo y le dije no te muevas cabrón que este cacharro tiene 11 balas dentro, así que no te hagas el superman. Era de esperar, los jefazos para ahorrarse el dinero de la telefonista por la tarde utilizaban al guarda. Subimos la escalera como si nada pasara, vi la sección donde me habían puteado. Dentro de un rato estaría con ellos. Cuando llegamos arriba, la secretaria del administrador se puso pálida al percibir el brillo metálico de mi cuidado rifle. La puta se debió cagar cuando recibió el tiro a menos de un metro en la cabeza. El olor del humo se mezcló con el de la mierda. Al vigilante le dije que se tirara al suelo, y entonces apareció el mamón del administrador con su cara de besugo, pero esta vez sus aires de gallito se habían transformado en pánico.

El segundo disparo del Winchester le tocó al brillante economista en el vientre, el tercero también, no quería que se muriese en el acto. Controlando al vigilante, todavía tumbado, me arrodillé ante el contable y saqué mi cuchillo Cudeman de 21 centímetros de hoja y se lo hundí en los cojones. Antes de sacárselo lo removí de un lado para otro. ¡Cómo chillaba el cabrón!, como los cerdos cuando los pasan por el hierro. Guardé el baldeo en la funda de cuero que llevaba a la altura del tobillo. El vigilante me dijo,¡ por favor no sigas, te estás metiendo en un lío!, pero yo no estaba para conversas. Le tocó el cuarto en la nuca, quedó tieso. Me entraron ganas de mear y saqué la polla que estaba de verdad gorda y dirigí el chorro al vientre del administrador que ya no gritaba se había desmayado o muerto. Después de una larga meada, le dí el tiro de gracia en medio de los ojos y repetí, por sí acaso.

Bajé con la seguridad del trabajo bien hecho, estaba como una moto, había hecho la jugada del siglo y ahora le tocaba el turno al penalti para rematar el partido. A la carrera entré por el pasillo, hacia el despacho del director, era el momento de una reunión. Todos se quedaron con cara de pardillos, pero algunos con el terror bien visible en sus ojos, seguramente que más de uno se mearía por la pata abajo. ¡Al suelo!, dije, y la media docena, entre los que estaba la puta que fue mi jefa, obedecieron sin rechistar. Me quedaban cinco balas, pero tenía más en el cinturón. Tomé con calma el trabajo, como cuando hacía un reparto que me gustaba. El director se llevó el primero en la nuca, se movió como una marioneta sin hilos, luego repetí la jugada con la furcia y con el director adjunto. A los demás les dije, ahí os quedáis con vuestros muertos, que os jodan a todos.

Bajé las escaleras y mientras las gente corría cagada de miedo hice un disparo contra el techo. Ya se escuchaban las sirenas de las ambulancias y de los coches de la madera. Me metí un par de lexatines bajo la lengua, no tenía ganas de seguir el tiroteo. Salí por la puerta con calma, con el Winchester entre los hombros, como James Dean en Gigante. Los buitres de la prensa y los cámaras de las televisiones también me apuntaban. Oía el ruido de los disparos de sus aparatos, era el "the end" de mi mejor película. Los policías me apuntaban con sus armas, algunos llevaban escopetas, dejé el Winchester y el puñal en suelo y fui hacia ellos con las manos en alto, mientras cantaba "Happines is a war gun. Yes, it is".

lunes, 6 de junio de 2011

Noche de verano con Mike

Las calles de Madrid brillaban. El verano se presentaba como una aventura insospechada para quien parecía que iba a convertirse en un gran guitarrista. Por primera vez en mi vida, trece años, camino de los catorce, salía del barrio hacia el extranjero. Esta vez no habría coche de segunda en tren hacía las rías gallegas, el tebeo, el periódico y los bocadillos acompañados del vino recio con gaseosa de la bota puesta a refrescar por fuera de la ventana del vagón, adornado en su interior con cuadros de fotografías de paisajes en blanco y negro.

Los amigos iban a conocer cómo se vivía en la costa oeste de los Estados Unidos a finales de los sesenta. Una universidad de California me había organizado una gira por diferentes centros, donde se celebraban ciclos de músicas de todos los estilos. Lo mío era música española de guitarra, un poco de flamenco, varias composiciones de clásicos de las seis cuerdas y alguna que otra incursión en la música moderna. Esto último era lo que más gustaba a mis colegas de andanzas que se atrevían a hacerme coros para así quedar bien ante las chavalas de nuestra edad.

Los Ángeles y San Francisco eran los puntos destacados de la gira. Del hotel al escenario y viceversa, así como alguna aburrida excursión a zonas que no me interesaban para nada, excepto las playas donde abundaban nenas con buen culo y buenas tetas escasamente tapadas por diminutos biquinis.

Mis anfitriones y mi representante se dieron cuenta que un chaval de trece años necesita salir de vez en cuando, que ya era hora de romper con la monotonía del estudiante, así que argallaron otros entretenimientos en teoría más aprovechables. Después de tocar en la Universidad de San Francisco, fuimos a cenar a un restaurante chino, con chinos y chinas de verdad. Después dijeron que iríamos a algunos de los bares donde se podía escuchar música decente.

Debió ser la primera cerveza que bebía fuera de mi círculo familiar, esta vez no era en porrón, sino en una gran jarra en la que podía meter la cabeza para lavarme el pelo. Los sorbos cada vez más seguidos del dorado líquido me animaron y pusieron a tono con la música que un blanco de pelo rizado tocaba con una guitarra de cuerdas metálicas. La verdad es que no había visto a nadie tocar blues como aquel tipo, según los carteles distribuidos estratégicamente por el garito, llamado Mike, quien, por cierto tenía una buena parroquia de incondicionales de ambos sexos, aunque otros y otras estaban más por el ligue que por la música en el lugar de marras. Tras los bises de obligado cumplimiento, Mike se fue a la barra a beber para luego sentarse con su vaso en una silla baja al lado de una mesa de madera. Debía ser una institución, pues gentes de todas las tribus le saludaban e intercambiaban unas palabras con él.

Los promotores de mi concierto en San Francisco me dijeron que me iban a presentar a Mike, que no me preocupase que ellos traducirían lo que yo dijese en castellano, además era muy receptivo a otras músicas. Nos saludamos y Mike se quedó un poco boquiabierto al ver a un chaval algo escuchimizado que por lo visto sabía utilizar la guitarra. Enseguida me pregunto por el flamenco. Aproveché la ocasión para tocarle con su acústica unas bulerías, una taranta y una soleá, que siguió con especial interés. Era un instrumento muy duro para mí, pero me concentré lo mejor posible para dar la impresión de que estaba ante una gran promesa de la guitarra. Un generoso corro alrededor de nuestra mesa aplaudió el mini concierto.

Mike agradeció mi interés por mostrarle mis conocimientos del flamenco; conectamos muy bien y seguimos hablando, yo en mi castellano castizo y él en su inglés, mientras iban cayendo las jarras de cerveza. Pasamos de la música al cine. Me habló de un guión que estaba escribiendo y de sus directores preferidos. Yo me limité a contestar que sí a todo lo que decía, pues en el cine lo único que me gustaba eran las películas de acción y del oeste que veía en sesión doble en la sala del barrio. Mi representante y los promotores de la Universidad recordaron que era la hora de la retirada porque tendría que madrugar para coger el avión que me llevaría a New York, para desde allí salir hacia Madrid. Mike, muy agradecido dijo que en alguna de sus próximas grabaciones iba a incluir algún toque flamenco. Nos despedimos y luego supe que Mike estaba pasando una mala racha por culpa de las drogas que meses después se llevarían a Janis y a Jimi.

Una vez en el barrio, en pleno agosto, ya preparando matemáticas y latín para aprobar en septiembre, no tuve nada que contar del periplo de una joven promesa de la guitarra española. Era un adolescente solitario que nunca había tocado una guitarra con xeito ante mis pocos amigos que habían aprobado todas las asignaturas. Tuve un sueño en una larga siesta en el que me veía en un viaje de artista por California. La verdad era otra, me tocó ir a clases para no dejar ninguna asignatura pendiente. Cuando el vecindario regresó de las vacaciones me enteré de la muerte hacía un par de días de Manuel, un colega. La depresión se alojó cual inquilina morosa en mi cuerpo flaco durante un tiempo. De Mike Bloomfield sabía que era un guitarrista norteamericano que tocaba unos blues espléndidos en el elepé Supeesession que me había prestado mi amigo Fernando para que lo escuchase en el tocadiscos prestado por mi tío para que disfrutara de la música. A comienzos de los ochenta fue encontrado muerto en el interior de un coche. Desde entonces no dejo de escuchar sus discos en los que busco si dejó el toque flamenco que me había prometido, pero no sé si estoy majareta perdido porque creo en los sueños como el colgado en sus alucinaciones. De momento no lo he encontrado, ni espero que pase. Tampoco aprendí a tocar la guitarra ni hablar inglés.

Un día encontré un elepé doble con dos discos de Mike, uno acústico y otro eléctrico, toda una gozada como las cosas que se desean pero que al final nunca se alcanzan. En mi caso me conformo con sólo escuchar sus discos. Una de las canciones del doble se titula “Altar song”, donde Mike va diciendo los nombres de sus guitarristas preferidos, músicos de diferentes estilos a los que admiraba. Yo, como él hacía con sus colegas, le coloco en lo más alto de las catedral de los guitarristas eléctricos, entre los triunfadores aunque se fuera tan pronto sin posibilidad de aportar más al blues.