lunes, 6 de junio de 2011

Noche de verano con Mike

Las calles de Madrid brillaban. El verano se presentaba como una aventura insospechada para quien parecía que iba a convertirse en un gran guitarrista. Por primera vez en mi vida, trece años, camino de los catorce, salía del barrio hacia el extranjero. Esta vez no habría coche de segunda en tren hacía las rías gallegas, el tebeo, el periódico y los bocadillos acompañados del vino recio con gaseosa de la bota puesta a refrescar por fuera de la ventana del vagón, adornado en su interior con cuadros de fotografías de paisajes en blanco y negro.

Los amigos iban a conocer cómo se vivía en la costa oeste de los Estados Unidos a finales de los sesenta. Una universidad de California me había organizado una gira por diferentes centros, donde se celebraban ciclos de músicas de todos los estilos. Lo mío era música española de guitarra, un poco de flamenco, varias composiciones de clásicos de las seis cuerdas y alguna que otra incursión en la música moderna. Esto último era lo que más gustaba a mis colegas de andanzas que se atrevían a hacerme coros para así quedar bien ante las chavalas de nuestra edad.

Los Ángeles y San Francisco eran los puntos destacados de la gira. Del hotel al escenario y viceversa, así como alguna aburrida excursión a zonas que no me interesaban para nada, excepto las playas donde abundaban nenas con buen culo y buenas tetas escasamente tapadas por diminutos biquinis.

Mis anfitriones y mi representante se dieron cuenta que un chaval de trece años necesita salir de vez en cuando, que ya era hora de romper con la monotonía del estudiante, así que argallaron otros entretenimientos en teoría más aprovechables. Después de tocar en la Universidad de San Francisco, fuimos a cenar a un restaurante chino, con chinos y chinas de verdad. Después dijeron que iríamos a algunos de los bares donde se podía escuchar música decente.

Debió ser la primera cerveza que bebía fuera de mi círculo familiar, esta vez no era en porrón, sino en una gran jarra en la que podía meter la cabeza para lavarme el pelo. Los sorbos cada vez más seguidos del dorado líquido me animaron y pusieron a tono con la música que un blanco de pelo rizado tocaba con una guitarra de cuerdas metálicas. La verdad es que no había visto a nadie tocar blues como aquel tipo, según los carteles distribuidos estratégicamente por el garito, llamado Mike, quien, por cierto tenía una buena parroquia de incondicionales de ambos sexos, aunque otros y otras estaban más por el ligue que por la música en el lugar de marras. Tras los bises de obligado cumplimiento, Mike se fue a la barra a beber para luego sentarse con su vaso en una silla baja al lado de una mesa de madera. Debía ser una institución, pues gentes de todas las tribus le saludaban e intercambiaban unas palabras con él.

Los promotores de mi concierto en San Francisco me dijeron que me iban a presentar a Mike, que no me preocupase que ellos traducirían lo que yo dijese en castellano, además era muy receptivo a otras músicas. Nos saludamos y Mike se quedó un poco boquiabierto al ver a un chaval algo escuchimizado que por lo visto sabía utilizar la guitarra. Enseguida me pregunto por el flamenco. Aproveché la ocasión para tocarle con su acústica unas bulerías, una taranta y una soleá, que siguió con especial interés. Era un instrumento muy duro para mí, pero me concentré lo mejor posible para dar la impresión de que estaba ante una gran promesa de la guitarra. Un generoso corro alrededor de nuestra mesa aplaudió el mini concierto.

Mike agradeció mi interés por mostrarle mis conocimientos del flamenco; conectamos muy bien y seguimos hablando, yo en mi castellano castizo y él en su inglés, mientras iban cayendo las jarras de cerveza. Pasamos de la música al cine. Me habló de un guión que estaba escribiendo y de sus directores preferidos. Yo me limité a contestar que sí a todo lo que decía, pues en el cine lo único que me gustaba eran las películas de acción y del oeste que veía en sesión doble en la sala del barrio. Mi representante y los promotores de la Universidad recordaron que era la hora de la retirada porque tendría que madrugar para coger el avión que me llevaría a New York, para desde allí salir hacia Madrid. Mike, muy agradecido dijo que en alguna de sus próximas grabaciones iba a incluir algún toque flamenco. Nos despedimos y luego supe que Mike estaba pasando una mala racha por culpa de las drogas que meses después se llevarían a Janis y a Jimi.

Una vez en el barrio, en pleno agosto, ya preparando matemáticas y latín para aprobar en septiembre, no tuve nada que contar del periplo de una joven promesa de la guitarra española. Era un adolescente solitario que nunca había tocado una guitarra con xeito ante mis pocos amigos que habían aprobado todas las asignaturas. Tuve un sueño en una larga siesta en el que me veía en un viaje de artista por California. La verdad era otra, me tocó ir a clases para no dejar ninguna asignatura pendiente. Cuando el vecindario regresó de las vacaciones me enteré de la muerte hacía un par de días de Manuel, un colega. La depresión se alojó cual inquilina morosa en mi cuerpo flaco durante un tiempo. De Mike Bloomfield sabía que era un guitarrista norteamericano que tocaba unos blues espléndidos en el elepé Supeesession que me había prestado mi amigo Fernando para que lo escuchase en el tocadiscos prestado por mi tío para que disfrutara de la música. A comienzos de los ochenta fue encontrado muerto en el interior de un coche. Desde entonces no dejo de escuchar sus discos en los que busco si dejó el toque flamenco que me había prometido, pero no sé si estoy majareta perdido porque creo en los sueños como el colgado en sus alucinaciones. De momento no lo he encontrado, ni espero que pase. Tampoco aprendí a tocar la guitarra ni hablar inglés.

Un día encontré un elepé doble con dos discos de Mike, uno acústico y otro eléctrico, toda una gozada como las cosas que se desean pero que al final nunca se alcanzan. En mi caso me conformo con sólo escuchar sus discos. Una de las canciones del doble se titula “Altar song”, donde Mike va diciendo los nombres de sus guitarristas preferidos, músicos de diferentes estilos a los que admiraba. Yo, como él hacía con sus colegas, le coloco en lo más alto de las catedral de los guitarristas eléctricos, entre los triunfadores aunque se fuera tan pronto sin posibilidad de aportar más al blues.





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