domingo, 31 de julio de 2011

Lluvia

Kirsty Gunn (Nueva Zelanda, 1960) presentó su primera novela Lluvia en 1994, todo un aldabonazo en la sólida puerta de la literatura británica por parte de una autora curtida en el mundo el periodismo pero que penetraba en el ámbito de la infancia, pero no para reinterpretarlo como un paraíso perdido, sino como el recuerdo de un drama que pende sobre los protagonistas, principalmente una niña de doce años y su hermano de cinco, como una inevitable espada de Damócles, anunciadora de una inminente, trágica y dolorosa muerte que se produce, la del más pequeño de la pareja infantil.

El recuerdo de esa tragedia que marca a Janey -la niña que con sus evocadoras palabras narra penas y alegrías- y sirve a la vez de consuelo, de terapia, al revisitar las noches calurosas y la soledad de los niños que les permite jugar en plena naturaleza, mientras los mayores, sus padres alcoholizados, se enredan en sus existencias conflictivas y absurdas, situación que motiva más esa inmersión en un mundo de ensueño, de paraíso terrenal de puras y duras aguas, solo roto por la muerte del pequeño y por la brutal entrada de la niña en la adolescencia.

El final de la novela resulta de una melancolía notable como se puede comprobar en las frases escritas por Kirsty Gunn. "En la lluvia podíamos quitarnos la ropa y caminar por la playa y entrar en el lago en un continuo movimiento deslizante. No había manera de distinguir dónde terminaba la tierra, dónde comenzaban las olas. La arena y el agua se disolvían una en la otra, difuminadas en niebla. Nada más existía en esos días, excepto dos niños. Míralos. Dos con toda la playa para ellos solos, la blancura de las nubes y el agua arremolinándose a sus pies mientras danzan, girando y girando, girando y girando...Con cada vuelta volviéndose más pequeños, más lejanos, más y más pequeños en la distancia hasta que ya no puedes verlos".

Lejos de una trama convencional, Kirsty Gunn con un ritmo sinuoso va esparciendo aromas de tristeza en Lluvia, una novela corta que se deja querer y, a pesar de la tragedia que acoge, resulta en el fondo un canto a la vida que se encamina hacia cambios importantes. La novela cuenta con una adaptación cinematográfica (2001) de la directora también neozelandesa Christine Jeffs, que obtuvo excelente acogida en prestigiosos festivales como Sundance y Cannes.

martes, 26 de julio de 2011

La vida errante


Guy de Maupassant (1850-1893) forma parte de los cuentistas imprescindibles de la literatura europea del siglo XIX, por lo cual no es extraño que su obra perdure en el tiempo. Sin embargo, en esta ocasión recupero al escritor francés después de encontrarme en el trastero, protegido y cuidadosamente envuelto en plástico, el viejo tomo del libro de viajes titulado La vida errante, una de las obras que, según los estudiosos, era una de las partes del diario que Maupassant iba a completar, pero que no pudo ser.


El trayecto era desde París a Cannes, para embarcarse en su yate -todo una demostración de que era un escritor de éxito-, pasando por la costa e islas italianas, con el objetivo de adentrarse en las ciudades de los litorales tunecino y argelino, Maupassant una vez más conquista al lector con la fluidez de su prosa sencilla, descriptiva y directa que en cierta manera me recuerda a otro gran escritor a Robert Louis Stevenson, otro hombre tocado por la melancolía que escapó con su barco a los mares del Sur.


La vida errante es por tanto una huida desesperada hacia lugares donde la modernidad no ha llegado, pues como se puede apreciar en el primer capítulo de La vida errante, titulado cansancio (según la traducción española de principios del siglo XIX), el escritor francés lanza a los cuatro vientos su contrariedad antes la Exposición Universal de París de 1889: "He salido de París y aun de Francia, porque acabó por fastidiarme la torre Eiffel. No solamente se la veía desde cualquier lado, sino que la encontraba por todas partes, construida de todas las materias conocidas...Pero no fue ella únicamente lo que me dio un irresistible deseo de vivir solo durante algún tiempo, sino todo lo que se hacía en su derredor, dentro, encima y en las cercanías".


En fin, toda una declaración de rechazo a la sociedad finisecular que se apoyaba en la ciencia, la tecnología y el trabajo. Pero cuando Maupassant se pone filosófico pierde el atractivo del gran cuentista que era, pero enseguida no frustra las expectativas del lector cuando se adentra por paisajes y paisanajes mediterráneos desconocidos para los europeos, pero en el punto de mira de las políticas colonialistas de las naciones que aspiraban a potencias. 
 
Maupassant se fija con especial persistencia en las costas del norte de África, territorios de un especial atractivo para espíritus inquietos y sensibles, hoy mil veces explorados por gentes de todo el mundo, pero entonces vistos con asombro por un hombre a punto de claudicar ante la locura y la muerte.
 

domingo, 17 de julio de 2011

José López Rubio: Un español en Hollywood hace 75 años

No es posible hablar de la producción española en Hollywood sin destacar a José López Rubio. Este muchacho de treinta años, todo simpatía, talento y cordialidad, luchó bravamente hasta imponer nuestro idioma -el sonoro y correcto castellano- en los films españoles realizados en California. España, pues, debe agradecer a José López Rubio este esfuerzo, ya que a él corresponde la mayor parte de aquella conquista que parecía no lograrse jamás. El dramaturgo admirable De la noche a la mañana, el humorista fino e intencionado de Roque Six, fue ganado por el cine, y él ganó a su vez a éste para nuestro idioma. José López Rubio ha desarrollado en Hollywood una labor inmensa, la más interesante que allí se hizo en este aspecto, sin duda alguna: españolizar el cine español.



-¿Cuánto tiempo estuvo usted en Hollywood?
-Cinco años. Fui en el mes de agosto del año 1930, contratado por la Metro Goldwyn, en unión de mi colaborador Eduardo Ugarte. Llevaba un contrato por seis meses, prorrogable hasta dos años, a voluntad de la Casa, naturalmente.


-¿Qué obligaciones le imponía el compromiso?
-La de escribir el diálogo de las versiones españolas, que no eran sino fidelísimas traducciones de películas yanquis.


-¿Cuáles fueron sus primeros trabajos en este sentido?
-Madame X, una película muy mala, de Ernesto Vilches, que se tituló Su última noche, y El proceso de Mary Dugan.-¿Y después?-Después vino la suspensión de la producción en la Metro. Yo había terminado mi contrato, y me dediqué a esperar.


-¿A qué causa obedeció aquel fracaso?
-¡Si no existió tal fracaso! Comercialmente, se entiende. Las películas habían dado dinero; pero hubo algo de miedo, y, desde luego, mucha desorientación. En lugar de buscar asuntos más apropiados para nuestro público y contratar buenos actores, que era el camino lógico, decidieron suspender la edición. Claro es que muchos de los elementos españoles tuvieron la culpa. Rompieron con toda disciplina, dieron lugar a tantos disgustos, que entre las gentes del Estudio se hizo popular una interrogación: "¿Qué? ¿Sin novedad en el frente español?".


-¿Cuándo pasó usted a Fox?
-Al poco tiempo. Allí volvimos a reunirnos algunos de los que estuvimos contratados en Metro, y entonces se filmó la primera obra directa en español: Mamá, de Martínez Sierra, cuyo diálogo adapté. Ya bajo contrato con esta editora hice Mi último amor, El carnet amarillo y Marido y mujer.


-¿Luchó con las mismas dificultades que en Metro?
-Al principio, sí; pero después de confiaron a nosotros, en vista de los resultados. La lucha fue tremenda. Los sudamericanos que se movían en los Estudios se proclamaban poseedores del verdadero español, y desde las columnas de los periódicos mejicanos que se publicaban en Los Ángeles hacían contra nosotros una guerra cruel. No desaprovechaban medios para lograr que los españoles fuéramos eliminados. Parte de esta lucha dio como resultado la suspensión de los trabajos en Fox. Se dieron por finados todos los contratos, y yo regreso a España.


-¿Por mucho tiempo?
-No. A los veinte días de estar en Madrid fui llamado de nuevo por Fox. Marché a París, y allí me reuní con algunos elementos directivos de la Casa. Cambiamos impresiones sobre la marcha que debía darse a la producción española, y volví a Hollywood con una libertad de acción que no tuve hasta entonces.


-¿Qué films hizo en esa etapa?
-Primeramente, El último varón sobre la tierra, cuya adaptación y diálogo escribí sin ninguna limitación. Este trabajo lo realicé en día y medio, y la película tardó en rodarse medio mes. A partir de aquel momento, en Fox se trabajó con verdadero entusiasmo, por parte de todos. Con José Mojica hice El caballero de la noche y El rey de los gitanos. Llamé a Jardiel Poncela, que llegó al poco tiempo, y satisfechos, y robusteciéndose cada vez más nuestro crédito artístico, esperamos a Catalina Bárcena y a Gregorio Martínez Sierra. Casi sin interrupción se rodaron Primavera en otoño, La viuda romántica, Yo, tú y ella, La ciudad de cartón y No dejes la puerta abierta. Luego me quedé solo, y durante este tiempo hice Granaderos del amor y Un capitán de cosacos. Más tarde, en el tercer viaje de Catalina, Señora casada necesita marido, Julieta compra un hijo y Asegure a su mujer. Ya la llegada de Rosita Díaz, Rosa de Francia, que fue la última película española rodada en Hollywood.


-El producir o pretender producir luego más películas españolas debió acarrear dificultades sin cuento, ¿no?
-Ciertamente, el principal obstáculo estaba en la confección de los repartos. No era posible hacer uno acertado porque no había actores aparentes. Las figuras principales se defendían muy bien; pero el escollo invencible eran los papeles secundarios. Además, los yanquis que tenían intervención en las versiones españolas nos desconocían totalmente. ¡Todo lo español lo veían en andaluz, y más que en andaluz, en sevillano! Recuerdo que en una pequeña biblioteca del Estudio tenían el España y la Historia del Arte en España; pues bien: muchas veces me dieron ganas de quemarlas, y en más de una vez los arrojé iracundo contra la pared, pues sin más referencias que ellos -lecturas mal digeridas- , pretendieron algunas veces destruir mis opiniones sobre cómo debía hablarse el español y cuáles eran las condiciones que debían reunir las películas que se ofrecieran a nuestro público. ¡Gracias a que, como ya le he dicho, poco a poco fueron convenciéndose, mejor dicho, creyendo en nosotros, y nos dejaron en libertad!


-¿Se adaptaban pronto los españoles a la vida de Hollywood?
-Allí se pasa, irremediablemente, por un proceso de aclimatación. Gana enseguida la belleza, la exhuberancia, el encanto infinito de aquella región sin igual; pero a los dos meses se nota una depresión. El clima, bajo, húmedo, quita fuerzas; le deja a uno como vacío. Y a ello se añade el aislamiento que produce el desconocimiento del idioma. Pasado este momento, la vida se desliza agradable, siempre igual.

-¿Qué impresión tiene de Hollywood?
-Hollywood es la ciudad perfecta, la ciudad construida en el campo. Su medio millón de habitantes tiene a cinco minutos de automóvil la tranquilidad y la belleza de la vida campestre. En aquel clima delicioso -sólo llueve una semana, en diciembre o enero- no notamos, como aquí, la marcha del tiempo, regulada por las estaciones. En Hollywood se vive en perpetua primavera. Su vida social es una democracia bien entendida. No hay forma de distinguir fuera del trabajo a la mecanógrafa o al empleado del magnate. Todos hacen una vida muy semejante.


-Y los americanos, ¿qué le parecen?
-Son unos niños grandes, realmente. Enérgicos y optimistas. Siempre sonríen. Cada uno sueña con hacerse millonario; pero no por influencia o el favor, sino por su propio esfuerzo. Poseen una confianza ciega en sí mismos. Lo que no hay en América es americanos, o sea el descendiente directo del indio. Allí todo el mundo hace gala de su ascendencia europea, y evita cruzarse con el indio. Estados Unidos tiene un problema de razas de difícil solución.


-¿Qué vida hacen en Hollywood las estrellas?
-Se ha hablado mucho de las excentricidades de la gente del cine, y esto tiene una explicación, hasta si se quiere lógica. Casi todas las estrellas famosas son personas que están cobrando un sueldo superior a sus merecimientos. Se encuentran de repente nadando en la abundancia, trabajando mucho y confinados en Hollywood. Todo esto crea en ellas la excentricidad: tener seis automóviles, una jauría de lujo, un hotel con las cosas más absurdas, etc. Las estrellas viven en Hollywood en pequeños grupos, y se divierten cuanto pueden. Yo pertenecía al de Gloria Swanson, y a él eran asiduos Ruth Chatterton, Grace Moore, Ronald Colman, Mauricio Chevalier, Robert Montgomery, Merle Oberon y Richard Barthelmess; pero donde todo el mundo se encuentra es un salón llamado El Trocadero, que está de moda ahora. En estas pequeñas reuniones los artistas se muestran simpáticos, naturales, tal cual son. No así cuando asisten a un party de gala. Entonces varían enteramente. Las mujeres rivalizan por ver quién viste mejor, y adquieren unos y otros una afectación exagerada. Allí todo el mundo tiene una pose que sostener.


-Me hablaba de Ronald Colman. ¿Qué impresión se llevó de su viaje por España?
-Maravillosa. Está haciendo allí una gran propaganda a favor de nuestro suelo. Piensa volver. Y, sobre todo, habla de la mujer española con un entusiasmo, con una admiración que a todos no ha hecho suponer si se habrá enamorado aquí.


-Y usted ahora, ¿seguirá dedicado al cine?
-Por entero. Pienso hacer también algo de teatro; pero despacio. En estos momentos preparo el rodaje de La malquerida, para Ufilms. Es la adaptación cinematográfica que he hecho con más miedo.


Entrevista de F. Henández-Girbal a José López Rubio
Recogida en el número 97 de la revista semanal Cinegramas. Madrid, 19 de julio de 1936

domingo, 10 de julio de 2011

Un militar con nombre de primate


Los que leíamos tebeos de hazañas bélicas, -otra vez el título de una colección dio nombre a un apartado de la historieta- conocíamos la ascendente carrera militar de Gorila, soldado del ejército de tierra de Estados Unidos, que terminaría de capitán, no antes de protagonizar cientos de aventuras en diferentes frentes durante la Segunda Guerra Mundial y luego en Corea. Creado por el guionista Eugenio Sotillos y dibujado por Alan Doyer, Gorila se diferenciaba de otros personajes de tebeos de hazañas bélicas (un recuerdo a la inolvidable revista del mismo nombre, de la que ya hablaré) porque en sus aventuras tenía protagonismo el humor. De hecho, la figura de Gorila se aproximaba un tanto a la de Sancho pero con traje, casco y armamento de la infantería yanqui.

El patriotismo era otro de los fundamentos ideológicos de Gorila, en el que tenían cabida la entrega, la lealtad y la valentía, esenciales para ganar las guerras, pues este héroe corpulento al final siempre salía del apuro con los consabidos disparos y lanzamientos de granadas. Con semejante currículo no es extraño que Gorila progresara adecuadamente desde soldado raso a capitán. Vamos, como nuestros abuelos en la guerra civil, en caso de que estuvieran en el bando vencedor, aunque del otro también algunos hicieron carrera militar y pasearon sus estrellas por diferentes ejércitos europeos, siempre que hubiesen sobrevivido.

En fin que ante la falta de una historia objetiva, rigurosa y científica, para mí en la primera mitad de los sesenta, los malos eran alemanes, japoneses, rusos, coreanos del Norte y chinos, aunque a veces se cambiaban los papeles, y los alemanes eran buenos cuando la invasión de la Unión Soviética. Sin embargo los que estaban fuera de toda duda en justicieros eran los estadounidenses. Para una persona muy joven, lo dicho no estaba por la historia sino por las historietas. Gorila me divertía, hasta que hace unos días encontré un ejemplar en una caja con otros tebeos de diferentes estilos y épocas. Su portada hizo el efecto de la magdalena de Marcel Proust, pero en este caso no fueron sabores sino colores distribuidos en una superficie de 15x20,5.

Mi madre había pagado ocho pesetas de los años sesenta para que me entretuviera mientras esperaba el turno en la consulta del médico en el ambulatorio de Pontones, cerca de la Puerta de Toledo de Madrid. La aventura del gracioso sargento, entonces, se desarrollaba entre octubre de 1944 y enero de 1945, fechas en las que las tropas norteamericanas reconquistaban las Islas Filipinas en su sangrienta ofensiva del Pacífico con el general MacArthur al frente, que aparece retratado en el cómic con su inconfundible pipa.

Ahora el personaje me parece lejano, aunque me preocupa sí se casó, si está vivo o muerto. Sí falleció por muerte natural ¿ascendió? Porque recuerdo de la mili que los oficiales siempre estaban pidiendo para consultar la escalilla, donde podían predecir cuanto tiempo les esperaba para subir en el escalafón. Al fin y al cabo, en el ejército, no es todo por la patria.

jueves, 7 de julio de 2011

Hemingway's house


El primer curso de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid incluía la asignatura de Redacción periodística, materia en la que tenía como profesor a un veterano literato llamado José Luis Castillo Puche (1919-2004), quien aprovechaba las clases para hablar de sus experiencias vitales, principalmente viajes y contactos con escritores. Acompañado de una joven secretaria de pelo rubio, el maestro, con su deje murciano, reunía más alumnos que la mayoría de docentes universitarios en aquel lejano año de 1974, hasta el punto que un grupo de personas desnudas prefirió la atestada aula donde el escritor contaba anécdotas para despelotarse.

Pero como dicen por ahí, fuerzas del mismo signo se repelen, a Castillo Puche no le gustó la anécdota que le quitaba protagonismo e invitó a los despelotados a que abandonasen la clase, mientras las chicas que tenía detrás de mí chillaban que se apartasen los de delante porque no veían bien las partes bajas de los reivindicativos jóvenes.

A lo que iba, las anécdotas del escritor de Yecla casi siempre estaban relacionadas con literatos. En En aquel tiempo se encontraba muy afanado con la traída de nuevo a España del aragonés Ramón J. Sender, cuyo estilo le cautivaba como también declaraba su devoción hacia las obras de Pío Baroja y Ernest Hemingway. Sobre el galardonado autor estadounidense, a quien había conocido personalmente, llegó a afirmar que no le cogió de sorpresa su truculenta muerte con disparo de escopeta de caza incluido.

Castillo Puche entendía que Hemingway, aparte de otros problemas psicológicos quizás de origen genético -los suicidios en su familia creó que sólo han sido superados, en el caso de escritores, por la del uruguayo Horacio Quiroga-, quedó marcado por una experiencia infantil que vivió junto a su padre, un médico que atendía a todo tipo de pacientes. El pequeño Ernest participó junto a su progenitor en un dificultoso parto de una paciente de raza india, mientras el marido de ésta se desesperaba. Enfrascados en la difícil labor de sacar el bebé a la vida, el futuro escritor y su padre, por fin remataron con éxito la faena. Cuando fueron a felicitar al nervioso indio, éste se había cortado el cuello con un cuchillo. Esta dramática experiencia, según Puche, influyó en que Hemingway arrastrase en vida una personalidad depresiva que terminó por imponerse cuando su fuerza física y capacidad psicología decaían.

La anécdota de mi primer profesor de Redacción periodística me quedó para siempre grabada, como pasó con otras más divertidas. Pasaron los años y un día estaba yo en la isla de San Simón, pero no en plan contemplativo, sino trabajando como redactor, cuando de pronto en una esquina de la minúscula ínsula veo a mi viejo profesor con su esposa. Tras los saludos, recuerdos y revisitación de anécdotas, le hice la entrevista de rigor a Castillo Puche, que era bastante interesante, pero en la empresa del libelo donde laboraba no estaba para literaturas -latines como decía uno de los jefes-, así que sólo sacaron unas cuantas líneas de lo escrito por mí para justificar el titular y la fotografía.

De aquel día en San Simón, donde por cierto se respiraba un aire tranquilo como el que inspiró al juglar que cantó a la isla y el amor, guardo una fotografía que Castillo Puche me entregó. Lo que son las coincidencias, le pregunté sobre cómo iban sus escritos sobre Hemingway, a lo que me respondió que acababa de estar hacía unos días en Chicago donde se celebró un homenaje al autor de El viejo y el mar (a mí me gusta más Tener o no tener), en el que participaron especialistas de todo el mundo. En la fotografía aparece, Castillo Puche junto a la casa natal de Ernest, lugar del que salió un día para acompañar a su padre a un parto difícil.

martes, 5 de julio de 2011


Toledo y Don Amor


Félix Urabayen (1883-1943) fue un enamorado de la ciudad de Toledo, donde vivió buena parte de su vida, hasta el punto de que aparece constantemente en su obra literaria, hoy en el olvido, en parte porque siempre se le consideró un escritor de segunda como otros muchos, entre los que cito, por ejemplo, a sus contemporáneos Andrés Carranque Ríos o Manuel Ciges Aparicio. Aunque también influyó su ideología crítica y militancia izquierdista en una ciudad pequeña donde todo el mundo se conocía. A camino entre la generación del 98 y la del 27, Urabayen padeció las consecuencias de la guerra civil española, en concreto de estar del lado de los perdedores.


 Don Amor volvió a Toledo, editada en pleno estallido del golpe del general Franco, fue recuperada en la colección Las mejores novelas contemporáneas, tomo IX, de editorial Planeta, donde la leí por primera vez y me interesé por el autor de la misma. La novela cierra la trilogía formada por Toledo: Piedad y Toledo, la despojada. Don Amor, cargada de simbolismo, alejado de la novela social en boga, adentra al lector en un Toledo donde no es posible el amor.

El lenguaje de Urabayen resulta atractivo; se notan sus lecturas de los clásicos y su progresismo, por algo, con cierto cariz optimista, escribió en la edición de 1936 de Don Amor volvió a Toledo: "Se terminó esta obra el mismo día en que estalló en España la intentona fascista. El autor no ha querido tocar ni una línea del original, aun sabiendo que lo que fueron audacias ayer serán ingenuidades mañana". Sin embargo, ocurrió lo que todo el mundo sabe. Urabayen fue
encarcelado en 1939 y coincidió con otros defensores de la II República como Miguel Hernández y Antonio Buero Vallejo. Al final fue liberado en 1942, pero ya con el ánimo y la salud muy deteriorados. Moriría un año después de su excarcelación.

Después de su muerte, en 1965 se puso a la venta en la colección Austral, de Espasa Calpe, Bajo los robles navarros, una evocadora narración de la tierra de origen del autor. En la actualidad las obras de Urabayen suelen encontrarse, sí hay suerte en la búsqueda, en las llamadas librería de viejo, en rastrillos o en tiendas de segunda mano que ofrecen libros usados, destino de muchas de las obras de escritores que en su tiempo tuvieron sus días de gloria.


Un mar de páginas barojianas

"Amigo", me ha dicho mi compañero con un puñado de bellotas en el hueco de la mano, "sólo hay dos tipos de escritores: los de mar y los de río. Entre los primeros los principales son Edgar Alan Poe, Herman Melville, Jack London, Joseph Conrad, Julio Verne y Pío Baroja. Entre los segundos, destacan Mark Twain, Jorge Manrique, Rafael Sánchez Ferlosio y Camilo José Cela. Los escritores de mar son más novelistas que los de río, y los escritores de río son más poetas que los de mar. Así están las cosas, amigo mío, y si alguna vez te metes a escritor tendrás que elegir entre los unos y los otros".

Así hablan personajes de la novela Los príncipes valientes, de Javier Pérez Andujar (San Adriá de Besós, 1965), declaración que me ha servido para despertar algunas de las partes donde se guardan los recuerdos de los libros leídos. Automáticamente limpio de polvo los viejos ejemplares de la serie del mar, de Pio Baroja (1872-1956), es decir las inolvidables Aventuras de Shanti Andía (1911) y las sucesivas entregas de aventuras marineras: El laberinto de sirenas (1923), Los pilotos de altura (1931) y La estrella del capitán Chimista (1930).

Recuerdo que se dice a menudo en los mentideros literarios que en España no hay tradición marinera a la hora de escribir como, por ejemplo, en países de habla inglesa, sobre todo Islas Británicas y Estados Unidos, pero sería un asunto de larga y tendida exposición ponerse a ello, pues novelas sobre el mar las hay. El propio Cervantes en su Quijote no obvia las aventuras de toque bizantino con abordajes como los que el vivió en persona, sí el manco de Lepanto en el viejo Mediterráneo. ¿Qué me dicen de los naufragios y aventuras de Cabeza de Vaca, de Trafalgar, de Pedro Blanco el negrero, de Gran Sol…? Dejo la lista, pues se me ha vuelto a despertar otra parte de los recuerdos de libros leídos de autores tan dispares entre sí, pero con el olor a salitre presente en sus cavidades nasales y en sus pensamientos, como Galdós, Lino Blanco o Aldecoa.

Pío Baroja, admirador de Melville, Stevenson, Mayne Reid, Conrad y Marryat, entre otros hombres de acción escribientes, envidió sin duda las vivencias de todos ellos. Pero si Baroja fue un hombre bastante viajado para el tiempo que le toco vivir, tuvo que echar mano a hojas de letra impresa y escuchar leyendas sobre antiguos familiares para documentar sus novelas sobre el mar y sus pobladores.

El incompleto bagaje de don Pío en los asuntos prácticos del mar, como supuestamente en los del amor, no impidieron el desarrollo de entretenidas novelas con sus negreros, piratas, mercantes y marineros en aguas saladas menos navegadas y contaminadas que en la actualidad. El empeño de Baroja se ha visto recompensado con bastantes seguidores de las aventuras descritas en las novelas antes citadas, éxito sin duda para un hombre considerado sedentario, porque Melville y Conrad, más baqueteados en singladuras, prefirieron en la madurez una retirada a tiempo para cambiar la bitácora por el escritorio casero.

Las comparaciones pueden ser odiosas, pero el mérito se lo concedo a todos los citados, así que invito a quienes lean esto que busquen la trilogía El laberinto de sirenas, Los pilotos de altura y La estrella del capitán Chimista, con permiso de la más recurrida crónica de Shanti Andía, porque en ellas no faltan los ingredientes que hacen agradable la lectura, la literatura, un arte que dominaba Pío Baroja, a quien en la tarea de edición familiar de dichas obras ayudó su hermano Ricardo con excelentes grabados. Por cierto, Ricardo Baroja fue autor de La nao capitana, novela que conoció versión cinematográfica de Florián Rey, película estrenada en 1947.


viernes, 1 de julio de 2011

Clásicos de traje gris

Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío -León-, 1953), además de escritor de largo recorrido en todos los géneros, ha desarrollado una lúcida faceta de ensayista que, como no, se adentra en la vida de escritores de todo tipo, en parte por su infatigable tarea de rescatar de librerías de viejo, rastros y demás asilos de letra impresa obras olvidadas, muchas de ellas alejadas de los manuales al uso de la literatura española.


Clásicos de traje gris son gentes, unos más conocidos, otros olvidados para siempre, "que han pasado por la vida como una sombra y, a menudo, ni eso, al contrario por la literatura. Los pasos de un clásico de traje gris en la literatura son siempre puntos de luz, pura e intensa, en medio de este vasto silencio que es el mundo".

El desfile de los trajeados en color gris se abre con El Quijote: un amor imposible, para continuar por las vidas y letras de Galdós, Darío Regoyos, Baroja, Ramón Gómez de la Serna, Vicente Risco, Azorín, Gutiérrez Solana, Cansinos, Gómez de la Serna, Pla, Vicente Risco, Agustín de Foxá y Sánchez-Mazas, entre otros.

En fin un viaje muy intenso por el mundo de la escritura, un centenar de obras "de viejos libros sin género, sin porvenir, sin brillo", sobre el que "descansa el secreto de la literatura, ese milagro que no tiene finalidad ni fundamento, sino el de contarnos el milagro de la vida, a menudo gris y poco literaria", según indica Trapiello en el Prólogo de prólogos de Clásicos de traje gris, editado en la serie Autores Españoles de la colección El Club Diógenes de la editorial Valdemar.


Gamalandalfa, de Vicente Risco

Este blog recoge un comentario del libro Clásicos de traje gris, de Andrés Trapiello, editado por Valdemar. En esa obra se recogen artículos publicados en diarios y revistas, entre otros, el titulado Tedio, muerte y paraíso, que se centra en el intelectual gallego Vicente Risco (1884-1963), de quien sitúa El libro de las horas (1961) por encima de otras obras del ourensano. 

"Risco también escribió esos otros libros, de talle más ligero, con secreta juventud, que van como hermanos menores muy por delante de los pesados y viejos memoriales en el paseo del tiempo", dice Trapiello sobre la literatura y el periodismo practicados por Risco, autor olvidado de lecturas, pero no de manuales de literatura por su participación en Nós y por O porco de pé, que, bueno, es lo mismo que estarlo, pues al final le pasa como aquellos reyes godos que hace muchos años se aprendían de memoria, sin saber nada más que su sonoro nombre.

Siempre es bueno romper lanzas, y en este caso, recojo el pañuelo de Vicente Risco para recomendar la lectura de una de sus novelas en castellano, en concreto Gamalandalfa, que adentra al lector en ese territorio risquiano donde humor, imaginación, fatalismo y didactismo conviven de tal manera que, en lugar de entorpecer, hacen más atractiva la novela. Ésta constituye, sin duda, una muestra más de la capacidad de trabajo de Risco, pues atacó todos los géneros, tanto en gallego como en castellano. Gamalandalfa fue recuperada en las Obras Completas, editadas en 1994 por la Xunta de Galicia en Galaxia. En el tomo 2 aparece la obra citada, junto a otras de reconocida valía.


Gamalandalfa entra en el capítulo de lo fantástico, un terreno muy transitado por Vicente Risco y que lo expuso en el argumento de su última novela en castellano. "Se trata de unas breve, condensada novela en un relato muy directo y sobrio con un narrador conciso, menos discursivo que de costumbre, e irónico como siempre, claro, pero con su burla, sin embargo, sumamente contenida esta vez, apenas manifiesta en alguno que otro momento. Sirviéndose éste también de un estilo muy sobrio narra con viva impaciencia, casi tanto o tan marcada como la de Verídica historia del prodigioso niño de dos cabezas de Promonta", según Antón Risco, hijo del autor y escritor también.

El propio Risco reconocía que Gamalandalfa tenía algo de parodia del llamado tremendismo literario, hecha a destiempo, pues dicho movimiento literario había pasado ya a los manuales en 1962, cuando el escritor ourensano traducía al gallego La familia de Pascual Duarte. No obstante, en primer lugar, al personaje de su parodia le dio género femenino "lo que ya galleguiza el relato -añade Antón Risco- no poco en razón del papel activo y, por momento, primordial que ha desempeñado la mujer en la cultura gallega, y en segundo lugar, se alejó resueltamente de la pretensión realista del modelo, ya que Risco nunca tuvo fe en esa manera". Gamalandalfa entra en los dominios de las "narraciones fantásticas o maravillosas, líricas, expresionistas que deforman cruelmente lo real, fábulas medievales y de ciencia ficción", añade Antón, quien no duda en reconocer a la protagonista como una mujer fatal de una manera muy particular.

Volviendo a Trapiello, mereció la pena eso de a menudo de que los libros de viejo: "Cuando se encuentran en un baratillo, en algún tablero de las tapias del Botánico -cuesta Moyano-, se compran por poco dinero. Dar unas monedas por ellos entonces, es como echarles en el cepillo de un oscuro santo, en una capilla transitada de una iglesia sombría. Es acto ese que tiene que ver con la devoción, con un determinado movimiento de respeto, admiración y discipulaje, lejano de protocolo". En el caso de Gamalandalfa, mereció la pena rescatar Gamalandalfa de esos volúmenes ceñudos que duermen en el rincón oscuro de la biblioteca.