domingo, 31 de julio de 2011

Lluvia

Kirsty Gunn (Nueva Zelanda, 1960) presentó su primera novela Lluvia en 1994, todo un aldabonazo en la sólida puerta de la literatura británica por parte de una autora curtida en el mundo el periodismo pero que penetraba en el ámbito de la infancia, pero no para reinterpretarlo como un paraíso perdido, sino como el recuerdo de un drama que pende sobre los protagonistas, principalmente una niña de doce años y su hermano de cinco, como una inevitable espada de Damócles, anunciadora de una inminente, trágica y dolorosa muerte que se produce, la del más pequeño de la pareja infantil.

El recuerdo de esa tragedia que marca a Janey -la niña que con sus evocadoras palabras narra penas y alegrías- y sirve a la vez de consuelo, de terapia, al revisitar las noches calurosas y la soledad de los niños que les permite jugar en plena naturaleza, mientras los mayores, sus padres alcoholizados, se enredan en sus existencias conflictivas y absurdas, situación que motiva más esa inmersión en un mundo de ensueño, de paraíso terrenal de puras y duras aguas, solo roto por la muerte del pequeño y por la brutal entrada de la niña en la adolescencia.

El final de la novela resulta de una melancolía notable como se puede comprobar en las frases escritas por Kirsty Gunn. "En la lluvia podíamos quitarnos la ropa y caminar por la playa y entrar en el lago en un continuo movimiento deslizante. No había manera de distinguir dónde terminaba la tierra, dónde comenzaban las olas. La arena y el agua se disolvían una en la otra, difuminadas en niebla. Nada más existía en esos días, excepto dos niños. Míralos. Dos con toda la playa para ellos solos, la blancura de las nubes y el agua arremolinándose a sus pies mientras danzan, girando y girando, girando y girando...Con cada vuelta volviéndose más pequeños, más lejanos, más y más pequeños en la distancia hasta que ya no puedes verlos".

Lejos de una trama convencional, Kirsty Gunn con un ritmo sinuoso va esparciendo aromas de tristeza en Lluvia, una novela corta que se deja querer y, a pesar de la tragedia que acoge, resulta en el fondo un canto a la vida que se encamina hacia cambios importantes. La novela cuenta con una adaptación cinematográfica (2001) de la directora también neozelandesa Christine Jeffs, que obtuvo excelente acogida en prestigiosos festivales como Sundance y Cannes.

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