martes, 26 de julio de 2011

La vida errante


Guy de Maupassant (1850-1893) forma parte de los cuentistas imprescindibles de la literatura europea del siglo XIX, por lo cual no es extraño que su obra perdure en el tiempo. Sin embargo, en esta ocasión recupero al escritor francés después de encontrarme en el trastero, protegido y cuidadosamente envuelto en plástico, el viejo tomo del libro de viajes titulado La vida errante, una de las obras que, según los estudiosos, era una de las partes del diario que Maupassant iba a completar, pero que no pudo ser.


El trayecto era desde París a Cannes, para embarcarse en su yate -todo una demostración de que era un escritor de éxito-, pasando por la costa e islas italianas, con el objetivo de adentrarse en las ciudades de los litorales tunecino y argelino, Maupassant una vez más conquista al lector con la fluidez de su prosa sencilla, descriptiva y directa que en cierta manera me recuerda a otro gran escritor a Robert Louis Stevenson, otro hombre tocado por la melancolía que escapó con su barco a los mares del Sur.


La vida errante es por tanto una huida desesperada hacia lugares donde la modernidad no ha llegado, pues como se puede apreciar en el primer capítulo de La vida errante, titulado cansancio (según la traducción española de principios del siglo XIX), el escritor francés lanza a los cuatro vientos su contrariedad antes la Exposición Universal de París de 1889: "He salido de París y aun de Francia, porque acabó por fastidiarme la torre Eiffel. No solamente se la veía desde cualquier lado, sino que la encontraba por todas partes, construida de todas las materias conocidas...Pero no fue ella únicamente lo que me dio un irresistible deseo de vivir solo durante algún tiempo, sino todo lo que se hacía en su derredor, dentro, encima y en las cercanías".


En fin, toda una declaración de rechazo a la sociedad finisecular que se apoyaba en la ciencia, la tecnología y el trabajo. Pero cuando Maupassant se pone filosófico pierde el atractivo del gran cuentista que era, pero enseguida no frustra las expectativas del lector cuando se adentra por paisajes y paisanajes mediterráneos desconocidos para los europeos, pero en el punto de mira de las políticas colonialistas de las naciones que aspiraban a potencias. 
 
Maupassant se fija con especial persistencia en las costas del norte de África, territorios de un especial atractivo para espíritus inquietos y sensibles, hoy mil veces explorados por gentes de todo el mundo, pero entonces vistos con asombro por un hombre a punto de claudicar ante la locura y la muerte.
 

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